Que el miedo (es decir, su contrapartida positiva, la seguridad) es un negocio para la actividad privada lo sabemos desde Pinkerton pero, claro, en el siglo XIX estos asuntos se teorizaban peor. En realidad, el descubrimiento de la seguridad como fuente de valor añadido podríamos remontarlo a los condottieri; tiene una tradición de siglos y cierto pedigrí bélico. Como en cualquier otra actividad económica, el busilis del negocio consiste en crear la demanda para articular una oferta sólida. Durante unos diez años se difundió en España la letanía de la inseguridad ciudadana, una idea fuerza que, si bien estaba fundada en estadísticas correctas, fue tan intensamente magnificada que se convirtió en fuente de desasosiego. Después de la crisis financiera de 2008, que ha producido una intensa caída en el volumen de negocios de la seguridad privada, se recupera la táctica de insistir en la inseguridad (aunque con tintes menos dramáticos que en etapas precedentes) en defensa de los nuevos activos generados a partir del fin de la recesión y, por supuesto, de la tranquilidad familiar.
Todo esto es legítimo, por supuesto, pero el primer desafío al que tiene que hacer frente la actividad privada en el mercado de la seguridad no sólo está en la demanda, consolidada como estable o creciente desde las dos últimas décadas del siglo pasado, sino en la oferta. Dicho de otro modo, si la capacidad de crecimiento del mercado aparece hoy como limitada es porque la oferta de seguridad tiene que ganar en credibilidad. El modo como se consigue esa ganancia es complejo y costoso, en tiempo y en inversión. El primer tratamiento consistiría en aumentar el tamaño de las empresas. Así de sencillo. El mercado de seguridad, como muchos de los mercados en España, necesita empresas más grandes y más competitivas.
Con empresas más grandes, el servicio estará mejor dotado y los empleados estarán en mejores condiciones para elevar sus sueldos. Existe un acuerdo casi generalizado en que los concursos de seguridad con la administración y las empresas públicas, cuando son necesarios, se ganan simplemente deprimiendo los precios de oferta y, para mantener los márgenes, hundiendo en la misma proporción o más los salarios. Esta evidencia conduce de nuevo a la urgencia de imponer radicalmente en la contratación pública criterios de adjudicación que no solamente tengan en cuenta los precios, sino también la calidad de los productos y servicios contratados, los salarios dignos en las firmas contratadas y un nivel de empleo estable. Porque si los contratos públicos tienen como principal efecto deprimir los salarios privados y laminar el empleo, el gasto público corriente en nada beneficia a la ciudadanía. Aunque no siempre se da la relación, empresas más grandes podrían competir mejor y en condiciones salariales más favorables.
Sin entrar en cadenas causales, sobre el fundamento de empresas con más activos el mercado de seguridad tiene que dar un salto cualitativo para ganar cuota de mercado. No está claro ni se ha demostrado que las compañías ofrezcan un grado elevado de credibilidad a sus clientes. Un porcentaje elevado de clientes potenciales observan comportamientos negligentes, asistemáticos o simplemente insuficientes (por razones tecnológicas o de otro tipo) entre los llamados a proteger una propiedad a cambio de una retribución. Es corriente oír “tardan mucho en contestar a una alarma”, “los servicios más baratos no garantizan seguridad” o “me han robado con la alarma puesta”. La seguridad privada tiene que ganarse la credibilidad con tecnologías más eficaces (que exigen más inversión). La seguridad de los clientes privados sigue siendo el gran mercado por explotar. Con empresas más grandes, con empleados mejor retribuidos y, por supuesto, con mejor tecnología.
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